Vitamina B12 (para comernos el mundo)

¡Una para todas y todas para una!

¿Recordáis la historia de Athos, Porthos y Aramis, Los Tres Mosqueteros de Alejandro Dumas? Eran amigos inseparables, sublimes espadachines y defensores a ultranza del lema «uno para todos y todos para uno«. Pues su consigna es perfectamente aplicable al batallón formado por las vitaminas del grupo B: la tiamina (o vitamina B1), la riboflavina (o vitamina B2), la niacina (o vitamina B3), el ácido pantoténico (o vitamina B5), la piridoxina (o vitamina B6), el ácido fólico (o vitamina B9) y su particular D’Artagnan, la más compleja y la última en ser descubierta, la decisiva vitamina B12. Si bien cada una ejerce de llave bioquímica en distintas rutas metabólicas, todas comparten los mismos dignos propósitos: permitirnos extraer la energía de los alimentos, ayudarnos a reparar diariamente nuestros tejidos y, por supuesto, defendernos a capa y espada apoyando a nuestro sistema inmune.

Las curiosas memorias del «factor extrínseco»

La singular historia del descubrimiento de la vitamina B12 se inició en Estados Unidos, en los laboratorios de Minot, Murphy y Whipple, los merecidos ganadores del premio Nobel de medicina de 1934. Aunque desconocían por qué, descubrieron que la ingesta de hígado atajaba la progresión de la anemia perniciosa, una enfermedad  de extrema gravedad y a menudo, hasta entonces, letal.

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El menú precolombino de los Hijos del Sol

¿Os habéis preguntado alguna vez en qué consistía el menú precolombino de las antiguas civilizaciones que ocuparon el centro y sur del continente americano? ¡No creáis por un momento que se aferraban al modo de vida paleolítico! Mayas, aztecas e incas fueron pueblos plenamente neolíticos y alcanzaron un nivel de desarrollo notable. Y es que al tiempo que las tribus nómadas de las llanuras norteamericanas vivían en tipis y bailaban la danza del bisonte, sus primos sureños se habían erigido en expertos agricultores y construían pirámides colosales y majestuosas ciudades entre las nubes.

Los Hijos del Sol

Según su tradición, los incas descienden de Manco Cápac, venerado como Hijo del Sol y fundador de Cuzco, la capital del gigantesco imperio incaico, apodada en su momento el «ombligo del mundo». Desde su origen, que se remonta al siglo XIII, hasta la conquista de Perú, en 1533, el descomunal imperio de los Hijos del Sol llegó a contar con más de 10 millones de habitantes, distribuidos entre los actuales Perú, Argentina, Bolivia, Chile, Ecuador y Colombia.

Ya ubicados en tiempo y contexto, ¡veamos qué incluía su menú (y qué manjares debemos agradecerles)!

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Yodo (para una tiroides a prueba de balas)

La tiroides, nuestra locomotora particular

Quizás no os habréis montado nunca en un tren con locomotora a vapor, pero seguro que recordáis el Expreso de Hogwarts o el trenecito cantarín de Dumbo. El carbón calienta el agua de la caldera y el vapor mueve el pistón, que a su vez gira la rueda. Sin carbón no se genera vapor, la rueda no gira y el tren no se mueve.

La tiroides, la glándula que regula el metabolismo basal, es nuestra locomotora particular. Si funciona como debe, nos asegurará un aporte energético idóneo y acorde a lo que necesitemos en cada momento. El tren recorrerá distancias incansable y a buen ritmo, sin acelerarse descontrolado en las bajadas, ni quedarse corto en las subidas.

Nuestra «locomotora» sintetiza hormonas tiroideas, que a su vez vendrían a desempeñar el papel de «vapor que mueve la rueda». Y adivinad qué tipo de «carbón» necesita para tan digno cometido… ¡Yodo!

Del griego iodes (o «violeta», por el bello color del humo que emite cuando se quema), es un oligoelemento crucial para la síntesis de las hormonas que regulan el metabolismo. Cuando nuestra dieta no contiene suficiente yodo, la glándula tiroides, situada bajo la nuez, se inflama y se hincha. Es la dolencia que conocemos como bocio.

Un poquito de historia

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Ácido fólico (nuestra «chapa y pintura» diaria)

¡Será por nombres!

Pocas vitaminas comparten el honor del folato de ser más conocidas por su alias bioquímico que por su correspondiente letra y número. De hecho, aunque este nombre no pueda competir en popularidad con su apodo, el ácido fólico también responde a la insigne denominación de vitamina B9.

¡Será por nombres! Y es que esta molécula absolutamente esencial para la vida, además, fue inicialmente bautizada como vitamina M. Lucy Wills, una médico inglesa que vivió en la India de principios del s. XX, eligió el nombre (por monkey, «mono» en inglés) cuando comprobó que suplementando la dieta de monas embarazadas, los monitos nacían sanos y fuertes.

Años más tarde, en la década de los 40, se logró aislar químicamente el llamado Factor Wills y se comprobó que tenía la estructura molecular de las vitaminas del grupo B. En la época, los nombres B7 y B8 estaban pillados (por las moléculas que más tarde se erigirían como biotina o vitamina H), así que a nuestro ácido fólico, rebautizado como vitamina M, le tocó el 9.

¡Chapa y pintura, por favor!

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La dieta de los nativos norteamericanos

Quien más, quien menos se ha disfrazado de gran jefe Sioux o ha llorado con «Bailando con lobos» y «El último mohicano» alguna vez pero, ¿os habéis preguntado qué delicias os habría ofrecido Toro Sentado antes de invitaros a fumar la pipa de la paz?

Un poquito de contexto

Eso de «nativos» no deja de ser una manera bonita de decir que llegaron antes, porque se cree que los primeros humanos, procedentes de las llanuras siberianas, no pisaron América hasta cruzar el estrecho de Bering durante la última glaciación, hace cerca de 15.000 años. Desde Alaska hasta Tierra del Fuego, aquellas tribus de rasgos mongoloides y pómulos prominentes colonizaron el nuevo continente, pasito a pasito y generación tras generación.

Las tribus de las grandes praderas

Aquellos «indios» que salían en los westerns cabalgando «a pelo», con la melena al viento y el arco en el hombro, vivían en clanes nómadas al más puro estilo paleo. Cazaban, pescaban y buscaban raíces, frutas y vegetales silvestres.

Y, precisamente, por las enormes praderas americanas deambulaban una larga lista de animales (algunos de ellos, ciertamente inmensos) que no temían a los aparentemente inofensivos y enclenques humanos. Poneos en la piel de un cazador recolector que tiene que alimentar a su familia e imaginaos la imagen: poco menos que kilómetros infinitos de paraíso en la tierra a rebosar de comida. Pero, una vez «hecha la compra», ¿qué habría en el menú?

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Zinc (el fiel escudero)

¿Qué habría sido del gran hidalgo Don Quijote sin su fiel escudero Sancho Panza? Ni en sueños habría podido salir airoso de sus hazañas, ni mucho menos vencer a los gigantes que algún envidioso describió como molinos.

Así podríamos describir el decisivo papel que ejerce el zinc en el organismo, el de un fiel escudero que defiende a capa y espada nuestra retaguardia para que salgamos al mundo a vencer cuanto gigante ose amenazarnos.

Hazañas quijotescas aparte, el zinc resulta esencial, entre otros dignos cometidos, para que podamos ver, oler y oír. Sabiendo esto… ¿a que la comparación ya no parece tan exagerada?

Un poquito de fisiología quijotesca

El cuerpo humano acarrea una media de 2g de zinc, repartido entre órganos, tejidos y fluidos. Sin él, más de 70 enzimas no podrían ejercer su papel, esencial en una cantidad ingente de circuitos fisiológicos. El zinc también actúa estimulando el sistema inmunológico y la cicatrización de heridas. Vamos, que además de llevaros el escudo, no dudará en defenderos a capa y espada si os asaltan bandidos, ni en vendaros las heridas si os caéis del caballo. 

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